24 julio 2012

Vendas

Solamente tenía puesto el pijama, pero aún así se sacó la parte de arriba. Pensó que así estaría más expuesto. Cruzó el pasillo y entró al baño. Se fijó en el botiquín pero no encontró nada que le sirviera. Parado frente al espejo pensó qué podría usar.


Tenía los pelos contracturados resultado de un día largo y particularmente tedioso en el trabajo. Los ojos se hinchaban de melancolía, y los labios se habían adherido en un rictus lamentable. Eran las tres de la mañana y, solo en su casa, Sebastián llegaba a la conclusión de que la bufanda era la mejor opción.


Sin prender ninguna luz, aprovechando el resplandor que entraba desde la calle a través de las persianas bajas, llegó hasta el perchero de madera clavado al costado de la puerta de entrada. Entre la campera y el rompevientos colgaba inocente la bufanda de hilo verde.


Con ambas manos la apretó fuerte, contemplándola cabizbajo. Lo que estaba a punto de hacer lo llenaba de miedos, pero nunca estuvo más decidido. Cuando estaba por irse del living, quizo salir a ver la calle una vez más.


No hacía frío. Era una noche placentera. No corría viento ni había nubes. Hasta los típicos ruidos noctámbulos del barrio parecían estar dormidos. La luna llena y rellena fue el único testigo de un tipo divorciado, llamado Sebastián, que luego de un momento de paz en el medio de la calle se cubrió la cara con una bufanda y la ató por la nuca.


Sin moverse del lugar, se aseguró de quedar completamente vendado. Ciego. Un sentido menos. La negrura total.



Se aferró con los pies descalzos al asfalto. Todavía irradiaba el calor de una jornada a pleno sol. Una ligera brisa le golpeó el costado derecho del cuerpo. La piel se le erizó, y decidió volver a entrar. Tratando de hacer un ángulo de ciento ochenta grados, se dio vuelta y camino hacia la vereda. Levantó la pierna derecha cuando sintió el cordón, y cruzó el césped húmedo hasta el primer escalón de cemento de su casa.


Tuvo que corregir el rumbo al menos una vez para llegar, y entonces estuvo otra vez dentro. La temperatura del aire lo indicaba perfectamente. Siguió adelante, consciente de que estaba dejando la puerta abierta. No quería sentirse seguro, eso lo tenía claro.


Caminó bien despacio, pero con los brazos relajados, esperando chocarse la mesita ratona con un dedo. Vaya sorpresa se llevó al tocar con el hombro izquierdo el marco de la puerta de la cocina. Al parecer, se desvió lo suficiente para esquivar la mesita, y cruzó el living en menos pasos de lo que supuso. Sus pies resultaron no ser tan buenos leyendo las uniones de las baldosas.

Con mayor cautela siguió, apuntando a donde calculaba estaba la heladera. Esta vez se desvió un tantito a la izquierda. La abrió y acarició los estantes. Tomó un frasco de vidrio. Cerró la puerta y dio un paso largo de costado a la izquierda.


Abrió la alacena que había arriba tanteando hasta hallar el paquete de pan lactal. Lo sacó cuidando de no tirar nada. De ahí agarró una rodaja. Extendió su mano izquierda y se acercó la tostadora. Sabía que estaba enchufada, así que directamente metió la rodaja y bajó la palanquita.


El metal de a poco empezó a crujir. Sebastián permaneció quieto, como si estuviese mirando por la ventana que tenía adelante suyo. En su mente pasó la idea de que alguien (o algo) pudiera estar en ese instante observándolo por esa ventana. No desde lejos. Sino parado justo delante. En su patio. Entre él y los rosales que plantó junto a la pared que daba a lo de los vecinos.

Mirando cada uno de sus movimientos.


La tostadora hizo un crujido y se fijó con la mano si la palanquita estaba arriba. Pero aún no. Puso su mano cerca de la boca del artefacto sintiendo el calor que emanaba. Cuando estaba por quemarse la retiró, y en lugar de relajar el brazo lo levantó, e inclinándose un poco, apoyó la mano en el vidrio. Cerca. A centímetros de lo que sea que haya podido estar del otro lado.


Las hojas del jardín se agitaron lo suficiente para darse cuenta... !!! ...Saltó la tostada. La tomó, y la dejó en la mesada de mármol. Con la mano derecha abrió el cajón superior y revolvió entre los cubiertos hasta encontrar un cuchillito para untar.


Lo dejó al lado de la tostada y abrió el frasco. Antes de seguir se lo llevó a la nariz y aspiró. Efectivamente era la mermelada de frambuesa. Metiendo el cuchillo con sumo cuidado sacó un poco y lo untó mecánicamente en la tostada. Lo hizo unas tres veces más, por si estaba sacando muy poco en cada vez.


Chupó los restos del cuchillo y el motor de la heladera arrancó. No era muy ruidoso, pero en el negro silencio de aquella noche resultaba escandaloso. Tapó todo sonido del exterior. Volver a guardar el frasco no fue difícil. La heladera prácticamente se veía del ruido.


Hizo girar el paquete de pan para cerrarlo, dándole una vuelta con la "cola" para que no se desenrosque, abrió la alacena y lo guardó. Ubicó la tostada, que ya se había humedecido por el contacto con el mármol, y giró en redondo. Deshizo el camino, cuidando de no chocar nada por temor a tirar el tentempié, y atravesó la puerta del living. Sintió cómo una corriente de aire se deslizaba por la puerta de entrada.


Caminó en diagonal a su derecha, buscando la mesita ratona. A pesar de haber sido sumamente cuidadoso, su pantorrilla dolió de todas formas al alcanzarla. Agradeció no haberse roto un dedo del pie. Giró y la rodeó, para sentarse en uno de los sillones forrados en cuero negro que hace poco había comprado para su nueva casa. Casa de hombre solo.

Dejó la tostada en la mesita y apoyó las manos en los brazos del sillón. Movió la cabeza para encarar donde pensaba que estaba la puerta. Puerta abierta. Puerta por donde entraba una corriente de aire fresco.


La noche seguía calma. La única persona despierta en cientos de metros a la redonda era él.

Pero la corriente de aire que entraba por la puerta se detuvo. Sebastián apretó inconscientemente el sillón con sus manos, comenzando a sudar las palmas. La idea se le apareció como la más probable: algo estaba en el umbral.


Sebastián le sostuvo la mirada ciega por temor a lo que podría pasar de apartarla. Sería como admitir la existencia del intruso. Pero no sacarse la venda por miedo a verlo también sería, en cierto modo, admitir su existencia.


No ayudó a tranquilizarlo que recordara, en ese momento, al gato de Shrodinger. Según aquel teórico físico, si se encerrara en una caja ciega un gato y un poco de comida envenenada, hasta que no se abriera la caja y se comprobara si el gato estaba vivo o muerto, ambos estados posibles estarían coexistiendo. Ambas posibilidades serían igualmente reales.


ALGO ESTABA PARADO EN EL UMBRAL DE LA CASA DE SEBASTIÁN.

Algo lo estaba observando mientras se aferraba al sillón. Apenas vestido con el short del pijama. Con una tostada esperándolo sobre la mesita ratona. Y con una bufanda cubriéndole los ojos.


Una gota de sudor frío le cayó de la nuca y le recorrió la espalda. Todos sus músculos, en especial el cuello, estaban paralizados. Duros. No tenía esperanzas de volver a levantarse de ese sillón nunca más.


Se arrepentía con toda el alma de haber cometido esta locura. ¡Era un sinsentido! Al día siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se levantó de la cama. Y no sabía cuánto tiempo iría a pasar de seguir sentado ahí. Quieto.


No supo si fueron segundos, minutos u horas, pero en un momento la brisa volvió a correr a través de la puerta. La cabeza le volvió a funcionar. Los pensamientos dejaron de dirigirse mudos hacia la entrada, y los músculos se ablandaron nuevamente.


Mientras apretaba y soltaba los brazos del sillón, reflexionó acerca de lo solo que estaba. Todos estaban durmiendo. Apenas las hojas se mecían en el arrope del viento. Nadie más que él había en ese instante en cientos de metros a la redonda. Y nadie iba a venir a buscarlo en la oscuridad.


Nadie que venga a preguntarle "qué estás haciendo a oscuras". Nadie que le de la mano y lo guíe de nuevo hacia la cama. Nadie que haga desaparecer esa posibilidad real de lo que lo aguardaba en las tinieblas.


Ahora lo que le corría por la piel era una lágrima. Apenas contenida por la bufanda. Un mechón de pelo se le movió imperceptiblemente y una exhalación reseca, salida de entre unos dientes amarillos oxidados, le acarició la oreja derecha. Lo estaba olfateando.


El alma de Sebastián se escondió, huyendo de lo que a todas luces era inevitable. Su cuerpo  se convirtió en una cáscara vacía. En un ser mecánico. En algo Menos.


Ese algo en que se había transformado fue capaz de sentir cómo la brisa que entraba por la puerta se apartó y enseguida todo volvió a la normalidad.


Sin demora se levantó, y como pudo alcanzó el picaporte. Suave, como para no acusar recibo, y sin pausa, como para no dar tiempo a más acontecimientos, cerró finalmente la puerta al afuera.


Puso la traba, se dio vuelta y caminó hacia el pasillo. No tocó ninguna pared. Dobló como si supiera el trayecto de memoria y entró a tientas a su habitación. Abrió la cama y se metió entre las sábanas.


Detrás de la venda cerraba con fuerza los ojos, hinchados por un día largo y triste.


Queriendo olvidar lo sucedido, no supo qué sería mejor al día siguiente.

Si encontrarse o no, en la mesita ratona, una tostada con mermelada.

1 comentario:

Unknown dijo...

Pero qué bien, Federico querido! Me encantó! Por momentos me hacía acordar al cuento de Cortázar del pulover azul (no sé si lo leíste, si no lo hiciste te lo recomiendo http://www.literatura.org/Cortazar/culpe.html).
+10!