No hay nadie más.
Una habitación rectangular pequeña, sobreocupada, casi sin lugar en el que moverse, donde todo parece ser de color gris. En el centro hay un sillón giratorio estilo bunker de la posguerra, con algunos botones de comando aquí y allá. En una pared, un escritorio amurado exhibe decenas de libros, pergaminos, mapas, cartas y notas, todo en estado de desidia. El tiempo ha correteado ancho y tendido en esta habitación sin puertas ni ventanas.
A menos de un metro del sillón hay un pozo de agua. O eso aparenta. A través del pozo, unos veinte metros debajo, está el sótano. Esta vez la luz toma color cobrizo. Las habitaciones en este lugar parecerían ser monocromáticas. La forma del sótano es semiesférica. Una cúpula. No. Por las paredes de ladrillo, más diría un horno de barro. Aquí tampoco hay aberturas. Y tampoco hay mucho espacio para moverse. Cada centímetro está ocupado por sillitas de madera. Son todas iguales, excepto en que en el respaldo, cada una de ellas tiene una placa de madera tallada con un año en números grandes. 1902. 1930. Y así. Siglo XX nomás. A lo sumo algo del Siglo XIX.
No sabría explicarlo, pero cada una de esas sillitas es la materialización de un amor. Amores fechados, tallados en madera.
27 junio 2013
07 marzo 2013
Cámara de las copas (sin editar)
Una mesa. En la mesa tres copas dadas vueltas. Y dos pañuelos. La sala es enorme. No se alcanza a ver la pared. Con un eco húmedo resuena una puerta abriéndose. Se oye entrar a alguien y cerrarla. Despacio se acerca, al parecer nuevo en el lugar, tratando de dilucidar la naturaleza de la habitación. Cuando está a unos cuatro pasos de la mesa, en el centro, se detiene. Lleva en la cabeza un improvisado turbante blanco. Observa detenidamente los objetos y luego otea el horizonte de izquierda a derecha. No se llega a ver nada más que la mesa. Se acerca cuidadosamente a ella, mirando al techo. La habitación tiene más de cincuenta metros de altura. Exactamente encima de la mesa ve un agujero diminuto y brillante, por donde el sol ilumina una zona de diez metros de diámetro en el suelo.
El extraño de turbante llega a la mesa y mira que las tres copas de cristal están boca abajo, y contienen cada una un anillo dorado. Los pañuelos son de tela color manteca con los bordes cosidos con hilo azul. Están doblados en dos, quedando como dos cuadrados de diez por diez centímetros. No se aprecia ninguna inscripción. Se dispone a agarrar uno pero retira la mano como un acto reflejo. Se pone en cuclillas y, apoyando las manos en las rodillas mira la mesa desde su mismo nivel. Ahora puede apreciar que hay algo debajo de los pañuelos. Como una moneda grande.
Se agacha más y ladea la cabeza para mirar la parte inferior de la mesa. La madera de la que está hecha no resulta muy noble ni muy cuidada. Por el contrario, es bastante sencilla en su tipo y construcción, y está gastada por el tiempo y la intemperie. El sujeto logra ver cómo la tabla, por debajo, está repleta de unos caracteres extraños, semejantes a los del alfabeto árabe, escritos en color blanco. Es como si hubieran usado la tabla rectangular como la página de un libro.
Sigue con el dedo una línea del escrito y llega hasta un caracter con forma anzuelo rodeando cinco puntos. Suspira sabiendo que se encontraría con eso. Se endereza en cuclillas y mira el suelo perdido en sus pensamientos. El suelo no resulta liso visto en detenimiento, sino que discurren en él infinidad de surcos de medio centímetro de grosor y aún menos de profundidad. Él levanta la cabeza y le da otra mirada a los objetos dispuestos sobre la mesa.
Con congoja se para y sale caminando por donde vino. Los pasos resuenan en toda la habitación. La puerta rechina nuevamente, y se escucha cómo el sujeto del turbante la cierra desde afuera. El lugar se vacía de a poco de todo sonido, y la mesa queda exáctamente donde estaba. En el centro bajo un tragaluz diminuto lejos en el techo. Tres copas dadas vueltas. Tres anillos. Y dos pañuelos ocultando monedas tal vez. La sala es enorme. No se alcanza a ver la pared.
El extraño de turbante llega a la mesa y mira que las tres copas de cristal están boca abajo, y contienen cada una un anillo dorado. Los pañuelos son de tela color manteca con los bordes cosidos con hilo azul. Están doblados en dos, quedando como dos cuadrados de diez por diez centímetros. No se aprecia ninguna inscripción. Se dispone a agarrar uno pero retira la mano como un acto reflejo. Se pone en cuclillas y, apoyando las manos en las rodillas mira la mesa desde su mismo nivel. Ahora puede apreciar que hay algo debajo de los pañuelos. Como una moneda grande.
Se agacha más y ladea la cabeza para mirar la parte inferior de la mesa. La madera de la que está hecha no resulta muy noble ni muy cuidada. Por el contrario, es bastante sencilla en su tipo y construcción, y está gastada por el tiempo y la intemperie. El sujeto logra ver cómo la tabla, por debajo, está repleta de unos caracteres extraños, semejantes a los del alfabeto árabe, escritos en color blanco. Es como si hubieran usado la tabla rectangular como la página de un libro.
Sigue con el dedo una línea del escrito y llega hasta un caracter con forma anzuelo rodeando cinco puntos. Suspira sabiendo que se encontraría con eso. Se endereza en cuclillas y mira el suelo perdido en sus pensamientos. El suelo no resulta liso visto en detenimiento, sino que discurren en él infinidad de surcos de medio centímetro de grosor y aún menos de profundidad. Él levanta la cabeza y le da otra mirada a los objetos dispuestos sobre la mesa.
Con congoja se para y sale caminando por donde vino. Los pasos resuenan en toda la habitación. La puerta rechina nuevamente, y se escucha cómo el sujeto del turbante la cierra desde afuera. El lugar se vacía de a poco de todo sonido, y la mesa queda exáctamente donde estaba. En el centro bajo un tragaluz diminuto lejos en el techo. Tres copas dadas vueltas. Tres anillos. Y dos pañuelos ocultando monedas tal vez. La sala es enorme. No se alcanza a ver la pared.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)